La Casa de Arriba

 

LA CASA DE ARRIBA

A David y Clara

-      “Hola ¿está el señor Miguel? – gritó Curro desde el patio de la casa, mirando escalera arriba. Una puerta se abrió y salió la dueña: “¿Quién llama?, ¡Ah! eres tú. ¿Qué querías?

-      “Vengo a traer la llave. Me ha salido un trabajo en Francia y la dejo. Se me ha acabado el tajo aquí en el valle y vuelvo a Tarbes.”

-      “Has aguantado. Hacía tiempo que un inquilino no duraba más de tres meses y tú casi has estado dos años. Vuelve cuando quieras.” “No creo” - respondió Curro – “si vuelvo al valle buscaré otra casa en otro pueblo. Ha sido duro”

En Casa “Miguelón” se guardaban algunas llaves de edificios del pueblo. La de la iglesia, la de la escuela, que ahora se usaba para reuniones y en las fiestas para el campeonato de guiñote y la de la “Casa de Arriba”.  A pesar de que dos bordas más altas habían sido reconvertidas en viviendas, la seguían llamando así.

Esta casa no tenía dueño, al parecer alguien se fue aprisa y corriendo cuando la guerra y nunca regresó. Los vecinos pensaron que vendrían a reclamarla en algún momento, pero no fue así. En los 60 se la alquilaron a un carabinero a bajo precio a condición de que la mantuviera o la mejorara. Tenía una mula y con ella iba y venía cuando tenía servicio en la frontera. Su día libre, se iba al monte con un perro con cara de pocos amigos, como él. Era hosco y su relación con los vecinos, escasa. Se comentaba que era viudo, pero no estaba claro. Otras habladurías decían que su mujer le había dejado. Una noche de invierno se oyó un tiro en la casa. A pesar de sonar un poco apagado, se hizo el silencio en las conversaciones de las casas de la plaza. Al rato, otro en la primera planta, éste más claro, por la atención o por el lugar donde sonó. Varios hombres fueron apareciendo en la plaza sospechando que algo grave había sucedido. Con algún candil y linternas de luz amarillenta, se dirigieron al lugar. Llamaron y nadie contestó. La puerta entreabierta les invitaba a ser atrevidos. En la pieza que hacía de cuadra a la mula, frente a la entrada de la  casa, la encontraron  en un charco de sangre. Una pata aún temblaba de forma refleja.

Subieron por la escalera angosta y llegaron a la cocina. En el hogar había todavía brasas, en la mesa un porrón medio lleno y entre uno y otra el carabinero con uniforme estaba en la silla, con la cabeza destrozada por el tiro del máuser. Durante días se habló del suceso en todo el valle. Algunas noches se veía al perro rondar la casa; pasado algún tiempo desapareció definitivamente.

A Curro le habían hablado de una casa en alquiler, barata, que podría usar a condición de que la adecentara y cuidara un poco. La mujer de “Casa Miguelón” le dio la llave y le acompañó hasta la puerta.

“En el patio, sólo entrar a la izquierda, la llave del agua, a la derecha, el interruptor de la luz y encima el diferencial. Creo que tendrás leña; si te quedas, en febrero te darán una carga. Si tienes preguntas, mañana hablas con mi marido. Me tengo que ir que espero visita”. Le pareció rara tanta prisa.

Fue a por la furgoneta a la plaza y descargó todos los cacharros. Su perro, Perdigón, no quiso entrar, se fue donde el vehículo. Olía un poco a humedad, a rancio, quizá también a naftalina. En el patio, enfrente de la puerta principal, otra recia daba acceso a un espacio amplio que quizá había servido de cuadra para ganado. En un lateral, gran cantidad de leña bien apilada tapaba esa pared. Subió por la escalera angosta y en la planta primera la cocina-comedor con el hogar que contenía ceniza. Polvo y telarañas por doquier, en la fregadera una perola con restos de comida solidificada por no decir petrificada, algunos platos sin lavar, un par de vasos, cubiertos. Seguramente los tiraría, él tenía algunas cosas. No se iba a dar mal, arreglaría el sitio para dormir y mañana empezaría a limpiar, ventilar, ordenar,… Eligió la habitación que estaba pegada a la cocina por el lado del hogar. La cama tenía el cabecero dorado no muy alto con adornos. Decidió sacudir la colcha por la ventana, para quitar un poco el polvo, aunque pensó que lo mejor sería dormir sobre ella con esterilla y un buen saco de pluma que traía. Encendió el fuego del hogar y comió de lo que había traído. Se fue a dormir.

No habrían pasado ni dos horas cuando despertó sobresaltado. El ventanuco estaba abierto, entraba frío y oyó unas pisadas que descendían por la escalera. Echó la luz y de un salto se levantó corriendo hacia la escalera y descendió. Revisó las estancias de la planta baja, no vio a nadie y la puerta de casa estaba cerrada, lo único extraño era que la voluminosa llave de hierro no estaba en la cerradura. Pensó que alguien del pueblo le quería embromar y decidió no perder más tiempo, si había bromistas ya los pillaría. Volvió a la cama.

Al día siguiente buscó la llave y la encontró en una repisa de lo que el suponía cuadra. “Juraría que la dejé puesta en la cerradura”, quizá se había despistado.

Fue limpiando y habilitando la casa, quitó alguna gotera, fue blanqueando las paredes, ajustando puertas y ventanas, pero continuamente sucedían cosas que no controlaba. Se convenció que no era cosa de bromistas. Si pedía algo se lo daban o se lo prestaban. Eran amables, pero a su casa no subía nadie aunque les invitara. Siempre ponían excusas.

 Una sombra primero, ruidos, cosas caídas, cambiadas de sitio, en una ocasión le pareció ver cruzar una silueta de hombre con un uniforme antiguo.

Se armó de valor y un día subió a la falsa. Le llamó la atención un baúl en un rincón. Lo abrió y entre libros desgastados descubrió un álbum de fotos en blanco y negro de una boda. La pareja sonriente se miraba a los ojos, ella de blanco, él con uniforme. Reconoció al novio, era la sombra que deambulaba triste y pesarosa por la casa.

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