La Fragua

 

La Fragua

Hice un viaje pero no citaré las coordenadas, ni el idioma del lugar, tampoco las compañías. Siendo todo ello valioso y agradable, el viaje pareció ser a la Fragua de Vulcano. En realidad, fue al fondo de mí mismo a través del trabajo en esa fragua.

Fue un tanto peculiar, pues no se ubicaba en ninguna caverna ni hacíamos encargos para Marte, sino en el interior de un frondoso bosque. Sus sobrias instalaciones abiertas en sus laterales, estaban cubiertas por una sencilla estructura que protegía de la lluvia ocasional. Estábamos rodeados de variadas y coloridas plantas. Unas tapizaban los suaves desniveles. Otras, robustas, poderosas, lo envolvían todo, acercando el horizonte colorido a un primer plano sobre el que asomaba algún pico cercano. Las áreas relacionadas con los distintos trabajos del proceso, estaban claramente delimitadas, aunque todas contiguas en la misma superficie.

El atanor, situado a un nivel inferior se veía estrecho y profundo. Era alimentado por el cuidador del fuego, asistido por sus ayudantes que partían y acercaban la leña, facilitando la ebullición del material fundido. Varios recipientes con materiales en diversos grados de depuración eran atendidos por otros trabajadores envueltos en vapores. Útiles para el manejo, extracción y decantación del material fundido se encontraban próximos.

En la primera zona, el material que se había de trabajar era limpiado cuidadosamente de las impurezas más notorias y de los efectos de la humedad y la intemperie. Haciendo este trabajo, en silencio, pensaba en muchas cosas pero inevitablemente la atención venía a centrarse en lo que se manejaba, en sus formas, utilidad, finalidad. Al tiempo, uno sentía que se limpiaba a sí mismo, sus huesos, sus miembros, los de seres desconocidos. Pareciera que a pesar de la rigidez, aquellos objetos estuvieran vivos, como si quisieran comunicar la experiencia que acumularon cuando eran útiles. De fondo, los golpes casi siempre simultáneos, de otro grupo que con mazas desenredaban lo entrelazado y lo preparaban antes de pasar a la fundición.

A la mañana siguiente, cuando aún no asomaba la claridad me incorporé al grupo de doce, para la preparación del material que se fundiría. Sentados sobre sencillos taburetes, al lado de sendos yunques y cada uno con su maza, nos dispusimos al trabajo.

El maestro de la fragua que a su vez era un poco druida, nos dio una bebida energética. Pensé que era una poción mágica, e imaginé me convertía puntualmente en un fornido guerrero. Era en realidad un aprendiz de herrero, dispuesto a trabajar aquellos fierros que se amontonaban entre las dos filas de yunques enfrentados. El de la esquina, más experto, marcaba el ritmo, lento pero enérgico. Pum…, pum…, pum… Cómo pesaba la maza, no estaba entrenado, no sabía si iba a aguantar, había mucho material. La mente se involucraba de lleno. Quería controlar.

De repente, el que dirigía el trabajo entonó una canción que se ajustaba al ritmo de los golpes de maza y éstos a su vez al ritmo de la canción. Hablaba de la naturaleza, de fuerza, de firmeza, también de amor. Pum…, pum…, pum… Saltaban partículas minúsculas y pequeñas alambres que iban cubriendo el suelo de polvo y filamentos. Volvía a asociar el material que manejaba con experiencias pasadas, con usos de la maza para guerrear o peor aún, para torturar inocentes. Pum…, pum…, pum…

Enfrente un joven trabajador, adolescente casi niño, trabajaba con suavidad pero usaba su energía con mucha eficacia, a tenor del montón de material que ya había desenredado. Un poco más allá otro de pelo cano, tan embebido estaba que iba a contra ritmo y no se percataba. ¡A LA VEZ!, se oyó y el ritmo tornó a unificarse. Alguien pidió agua y se realizó una pausa para que bebieran los que desearan; mientras se aprovechó para separar lo más pulverizado de lo grueso y redistribuir lo que estaba pendiente de hacer.

Los colores del bosque iban cambiando, pues ya el sol avanzaba en la mañana. Se reanudó el trabajo. Probablemente habían pasado dos o tres horas y uno atisbaba a comprender, que el trabajo de herrero no era sólo un trabajo físico. Miré disimuladamente de reojo al que estaba a mi lado, con la cabeza afeitada. Parecía un guerrero centroeuropeo, no muy joven pero sí compacto. Al sentirse observado giró suavemente la cabeza y sonrió. Sentí que en algún tiempo habíamos sido enemigos, enfrentados en un campo de batalla con armas blancas.

Estábamos en el mismo viaje, mas no sabía si en el mismo proceso. ¡CALMA!, se oyó. Inconscientemente habíamos ido acelerando.

El tiempo no era un dato relevante. Poco a poco comprendía, no era un trabajo individual, éramos parte de un engranaje. Parecía que ponía mi energía, mi cuerpo, pero no, sólo ponía mi voluntad, mi deseo de hacerlo bien y por qué no, mi amor. La maza se había integrado con mi cuerpo, inmerso en el ritmo, el grupo, la naturaleza. Ya no era un individuo, no sabía si una célula o un planeta, pero poco a poco iba comprendiendo. Ya no había enemigos, ni cuerpos ni fraguas, era un espejismo, era el COSMOS y en ÉL, sólo el AMOR que todo lo integra y todo lo mueve. Empezaba a comprender.

Álvaro

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