El Mensajero del Aire - I
EL MENSAJERO DEL AIRE - I
Había oído hablar de un curioso personaje muy relacionado
con objetos movidos por el viento. No sabía muchos detalles, sólo, que era de
edad avanzada y en la zona era tenido por raro cuando no por loco. Averigüé dónde
vivía pensando que podía ser interesante
conocerlo.
Me dirigí resuelto a la que ya en mi imaginación había
bautizado como “La casa de los vientos”. Tomé el camino que conducía a los
montes donde se encontraba mi objetivo, disfrutando de los tonos
amarillos, rojos y castaños que el final del verano imprimía en algunos
árboles.
Sobre la redondeada cresta de la montaña desde donde se
divisaba el valle inmediato, escudriñé el paisaje, intentando descubrir la casa
que buscaba. Un pequeño río recorría con suavidad su eje central desviándose en
ocasiones en busca del desnivel. Pequeñas aldeas dispersas y alguna casa
aislada, que parecía trepar por las laderas del valle, daban la sensación de que el tiempo caminaba al ritmo del
indolente ganado que salpicaba el paisaje. Ningún edificio me llamaba
especialmente la atención a esa distancia, eran de aspecto sobrio y tenían
pequeños huertos adosados con algún árbol frutal.
Reparé en uno que se encontraba sobre una loma a la entrada del valle. Parecía desde la distancia más colorido y adornado que los otros.
Descendí por la ladera hacia el valle, esperando encontrar
un camino que se desviara en la dirección apetecida. Llegué a un cruce donde
varios indicadores informaban de los nombres de las aldeas; uno de ellos
señalaba la salida del valle y tomé esta dirección por considerarla la más
apropiada. Por el camino ancho y nivelado se andaba con facilidad. Pronto
divisé el montículo al que pretendía llegar a través de un caminito que salía
del que estaba recorriendo. Se veían banderolas y cordeles de los que pendían
telas de colores diversos. Una variada gama de sonidos de flauta y tintineos
salía del lugar, imitando a una curiosa agrupación musical que afinara sus
instrumentos antes del concierto. Desemboqué en un llano tras un viejo
edificio, parte del cual estaba derruido. En una esquina, un mastín adormilado
estaba echado sobre la hierba. Cuando llegué, abrió un ojo sin sobresalto,
considerando que si de un enemigo se trataba, no parecía muy peligroso.
Conforme avancé, el perro se desperezó y hasta ladró dos veces sin mucho
entusiasmo, más, para hacer notar a su amo que cumplía bien sus funciones que
para ahuyentar al visitante.
– “¿Qué pasa Brisa?” – se oyó una voz que venía del otro lado de la casa.
Me adelanté con cautela, intentando ponerme a la vista de la
persona que había hablado. Simultáneamente un minúsculo perrito de pelo largo,
salió ladrando como si en ello fuera su vida, tan decidido, que frené en seco
el avance.
– “¡Calla, Tifón!,
que sólo es una visita”. – dijo la misma voz, procedente de un pequeño huerto
que había delante de la casa, mientras se dejaba ver.
– “Pasa, pasa, que no hacen nada.” Mientras el perrito aún
inquieto retrocedió tras los pies de su amo sin dejar de gruñir, la mastín se
aproximó a olerme, volviendo pronto a su lugar de sesteo. El hombre, delgado,
tostado por el sol, de pelo cano y de edad indefinida aunque avanzada, se movía
con agilidad, denotando energía y salud.
– “No estamos acostumbrados a ver gente por aquí. Los del
valle dicen que estoy “algo aventao”,
algo loco quieren decir, pero a mí me hace gracia y hasta me halaga el
epíteto”. – Siguió hablando mientras con el gesto me invitaba a acercarme.
– “Estaba paseando y
me he atrevido al ver…” – comencé a decir mientras observaba discretamente el
entorno, empezando a descubrir, qué era lo que producía los sonidos ahora más
claros y variados. Numerosos adornos de metal, campanillas, cañas agujereadas, tubos
diversos, por aquí y por allá eran mecidos o atravesados por el viento
ocasionando aquella curiosa y desordenada sinfonía. Lo más sorprendente era que
en una rama de un arbolito, había un violín que bien apoyado entre los brotes
parecía abandonado.
El hombre aunque sociable y comunicativo, no se relacionaba
mucho con los vecinos del valle y cuando encontraba a una persona receptiva, no
perdía la ocasión de hablar de sus aficiones e inquietudes.
- “Me llamo Silverio…” – dijo mientras entraba en la casa;
salió al momento con dos manzanas que me
ofreció. Tenía los ojos claros y sin embargo profundos, como si recogieran en
el fondo, toda la información que su viveza le había aportado a lo largo de
años de miradas.
En una piedra, a la izquierda de la puerta de entrada,
habían grabado con un cincel en letra menuda pero clara, los siguientes versos:
En mi pecho florido,
que entero para él solo
se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba
Pronto se estableció una animada conversación en la que
fuimos poniendo en común procedencias, inquietudes y aficiones. Silverio con mucho recorrido vital, se fue explayando
sobre su antiguo trabajo de cartero, sus viajes y cómo había recalado en
aquellas ruinas que trabajosamente estaba reconstruyendo. El monasterio
casi derruido por un incendio en los
primeros años del siglo XIX, había sido abandonado por los monjes.
Allí trasladó todos los recuerdos y regalos que había
acumulado. Le pedí ver lo coleccionado y mientras mordisqueaba una de las
sazonadas manzanas entramos en el edificio.
En una habitación había todo tipo de instrumentos de viento, trompetas, flautas, ocarinas, cuernos, caracolas y hasta una corneta abollada y herrumbrosa que encontró cuando recuperaba piedras para la obra.
En la siguiente el contenido era obvio, pues en su puerta dos
plumas coloridas y chiquitas…
– “¿Has oído hablar de las dimensiones?, pues el sonido del viento y de los pájaros corresponde a sonidos de la séptima dimensión”, –mientras continuaba entre risas, – “no repitas por ahí todo lo que te digo, o pensarán que mi locura es contagiosa”. Plumas diversas y coloridas, ordenadas por
tamaños, estaban por doquier. En el centro de una de las paredes una preciosa jaula vacía, con aspecto de palacete oriental estaba con su puerta abierta como alegoría de la libertad. Ocupando el centro de otra, un estandarte indio, profusamente adornado de plumas me trasladó por unos segundos a una escena ceremonial con nativos americanos.La siguiente puerta tenía grabado:
“La espada que más corta,
es la espada del perdón”
Al abrirla, gran variedad de sables, espadas antiguas, alfanjes, puñales, katanas, floretes, dagas,… se veían en las paredes; cruzadas, en paralelo o dispuestas en distintos muebles hechos a propósito para que estuvieran agrupadas.
-“¿Cómo te aficionaste a coleccionar estas cosas?” – Le
pregunté.
-“Comencé de chiquillo recogiendo plumas, luego según crecía
me fui abriendo a nuevas aficiones. Con el tiempo descubrí que casi todas
estaban relacionadas con el aire. En uno de mis viajes, estando en una plaza,
reparé en una anciana que adivinaba el futuro ayudándose de unas cartas. Tras
una columna del porche atendía a dos jovencitas. Cuando acabó, entablé
conversación con ella y pronto extendió las cartas sobre el cajón que le hacía de
mesa, después de hacérmelas mezclar.
Me dijo: “El
Aire te ha traído y llevado. Ya has sido mensajero. Sé ahora EL MENSAJERO DEL
AIRE, ya que su Espíritu está contigo”.
No me dijo más. Pagué lo acordado y quedé un tanto
decepcionado, pues esperaba alguna orientación sobre preocupaciones del
momento. Me fui muy intrigado, con una mezcla de enfado y frustración. “
...CONTINÚA...
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