Sonata triste
Sonata triste.
¿Cómo habíamos llegado a ésto?. Quizá el orgullo, la mala
suerte, o un cúmulo de circunstancias habían hecho que nos deslizáramos por la
pendiente. No supimos frenar, menos aún revertir.
¡Tantos cuentos acaban en boda!, tantos en “y fueron felices
y comieron perdices”, pero es que no acaban ahí, los cortan ahí. Me gustaría
ver a la princesa después de veinte años, al príncipe ya gordo y sin haber
heredado el trono, tratando de educar a unos hijos consentidos y caprichosos
imagino.
Nos habíamos casado muy enamorados y de aquel amor habían
nacido cuatro hijos que pronto se fueron despegando del hogar. La pequeña tomó
la decisión de quedarse en casa cuando los demás hermanos habían partido. Fue
un puntal para ambos y una gran ayuda para su madre, débil y silenciosa. Vivíamos
en una casa de campo. Demasiado trabajo en el día a día que iba envolviendo a
todos. Los bichos, las faenas de campo, los trabajos de la lana, el queso… La
comunicación se fue reduciendo, también el buen humor. No había muchas
novedades y las que surgían no generaban conversación. Primero fueron las
diferencias de criterio relacionadas con la educación de los pequeños. Luego
las rutinas, la sobrecarga de trabajo, el cansancio fue tornándonos silenciosos
primero y distantes después hasta terminar huraños. Ella más enjuta,
ligeramente encorvada se iba deprimiendo. Yo, más tostado, algo acartonado no
conseguía encontrar una salida. Reconcentrado en mis pesares hacía los trabajos
diarios que aumentaban conforme mi mujer se debilitaba.
Mi mujer se fue apagando. Pareciera que hubiera tirado la
toalla a pesar de los nutritivos caldos que le preparaba nuestra hija, se le
veía cada día más cetrina y sin fuerzas.
Falleció. Mis hijos estaban ahí cerca, pero era una
proximidad física puntual. Vivían lejos y sobre todo emocionalmente ajenos a
casi todo lo que era la familia, el terruño. Sólo a la pequeña la sentía
cercana. Ahí estábamos velando el
cadáver. Sentí que la amaba, que siempre la había amado. Sentía no habérselo
hecho saber. Surgió de mi garganta un sollozo inesperado, inoportuno. Sentí la
mano de mi hija cogiéndome la mía.
Al moverme rocé con mi rodilla algo sólido, firme. Era la
rodilla de mi esposa que me miraba un tanto preocupada al oírme sollozar. Había
cogido mi mano que en el sueño había asociado a la de nuestra hija. – “¿Una
pesadilla?”, preguntó.
-“Sí”.- Abracé aquel cuerpo huesudo y querido que el
Universo había puesto a mi lado para que amara, para que aprendiera. Por
suerte, estaba a tiempo de remediar esa inercia que el sueño me mostró como un
destino inmodificable. Daría la vuelta a la situación.
Álvaro
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