La gota viajera I
La gota viajera I
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“¡Hemos
llegado al mar!”
Había oído hablar tanto de él. Bueno, de él o de
ella, porque cuando iba entre montañas lo nombraban en masculino y cuando su
viaje se acercaba al final, o eso pensaba cada vez con más frecuencia, le
decían la mar. En una ocasión, oyó a unos pescadores que lo llamaban
Los observadores externos las veían todas iguales, sólo los más perspicaces, apreciaban pequeñas diferencias de tamaño y sin embargo cada una de ellas se consideraba distinta a las otras. Tenían dos características, la segunda era la más evidente, las describía como unas viajeras empedernidas. La otra, aun siendo la principal solía pasar inadvertida y el uso de la misma era lo que las llevaba a experimentar, dejando en su esencia marcas imperceptibles. ¡ERAN LIBRES!
Muchas experiencias
había tenido pero un mundo nuevo se abría.
Su recorrido la había ido separando de la mayoría de compañeras que un día comenzaron su periplo en aquellas montañas del interior. Poco más de unas docenas permanecían juntas después de tantos avatares. Ocasionalmente se incorporaba alguna nueva al sentir algún tipo de afinidad. El compartir atrevimientos e incertidumbres, con sus tristezas y alegrías, les había llevado a considerarse una familia. Recordaba sin añoranza cómo las encontró y la promesa que se hicieron de permanecer juntas, “pasara lo que pasara”. Se sonrió, ahora que no la veían los humanos. Aquella promesa era resultado de su corta edad, del sentimiento de indefensión y del poco tiempo que llevaban en este estado.
Días antes de este suceso, se había licuado
cuando la nube en la que se encontraba pasó por aquel banco de aire frío. Se
precipitaba junto a otras muchas, pero para ella, arriba, abajo, o el hecho de
caer, no significaba nada.
Fue a dar a una piedra inclinada y se deslizó
por ella hasta un charquito donde unas que le habían precedido, se habían
agrupado aprovechando aquel hueco de la roca. Otras se iban incorporando. No
sabían muy bien porqué estaban ahí, pero el hecho de verse juntas las
tranquilizaba. Sin darse cuenta otras
hermanas seguían llegando; después de unos momentos, las que se encontraban en
el lateral se iban precipitando suavemente de un nivel a otro, permitiéndoles
en cada salto ir formándose una idea del entorno.
Aquel hilillo se fue
uniendo a otros para, casi sin darse cuenta, formar un respetable curso de agua
que se precipitaba con energía entre aquellas peñas desiguales. Avanzaban en
gran número y tan en contacto…, sin embargo ella se sentía una gota única e
irrepetible disfrutando en aquel río de montaña.
Así revisaba sus
recuerdos y los diversos tipos de gotas que había ido conociendo. Unas
aprendían a ser parte de plantas o de animales. Las había que se especializaban
en dulzores y buscaban formar parte de frutas. Otras preferían el movimiento y
encontraban desniveles, remolinos, surtidores,… Las que experimentaban el
tiempo se dejaban atrapar en zonas pétreas o bajo capas y capas en forma de
nieve o de hielo en algún glaciar. Las que se inclinaban por las altas
temperaturas del interior de los volcanes salían a la superficie por los
manantiales termales o por los géiseres. La infinidad de posibilidades le
parecía sorprendente entonces, cuando aún había hecho poco recorrido.
El curso de montaña se
fue amansando mientras ganaba en volumen y se abría el paisaje.
Empezaban a notar un ambiente salino que a pesar de ser nuevo, parecía familiar y hasta agradable, como si ya hubieran pasado por esta situación. El entorno muy distinto. Nuevos y variados seres de mil colores y formas se movían entre ellas. Las algas que ahora encontraban bailaban aferradas al suelo o a las rocas, formando agrupaciones que favorecían la protección y diversidad de la vida.
Ahora ya tenían una cierta madurez y elegían a dónde dirigirse, o qué explorar, e incluso a qué o con quién relacionarse.
En la superficie, aprovecharon una ola que había
generado una ballena al zambullirse para, aupándose, otear el horizonte. Vieron
un acantilado donde grupos de olas iban y venían intentando hacer espuma y
hacia allí se dirigieron. Al llegar, descubrieron que era más complejo de lo
que parecía, pues en ese ir y venir, aprovechaban para lamer las rocas,
pulirlas y horadarlas, ayudándose de pequeñas partículas que se desprendían con
el vaivén. Había compañeras que llevaban innúmeras mareas probando este juego.
Descubrí cómo hacían la espuma. Algunas, según pasaban por la superficie,
cogían aire y haciendo una pátina luminosa y blanquecina lo envolvían hasta el
momento de chocar en que quedaba liberado.
Fuimos haciendo amistades e intercambiando experiencias.
Una comentaba: “Cuando vine la primera vez, este
muro era más vertical y no tenía esos
orificios allá en lo alto, por donde salto a veces. ¡Por cierto!, vosotras,
¿habíais estado por esta zona?”.– “Venimos de muy lejos, – contesté resuelta, dándome importancia– de
unas montañas que están tierra adentro y…”
Me
interrumpió categórica – “Si venís de tierra adentro, no es muy lejos”
“Buenooo, – seguí – hemos tardado más de… Fíjate
si hemos viajado, que la luna se ha puesto tres veces así de grande y nos
iluminaba por las noches… y cuando íbamos por…” – esta vez callé, al advertir
que cuchicheaban entre sí. Intuí que algunas, o quizá todas ellas, habían
viajado más que nosotras y no se impresionaban fácilmente, aunque el relato fuera
entusiasta.
Álvaro
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