La niña de las flores

La niña de las flores

A martamar

 Aquel verano veía pasar de vez en cuando a una niña de edad próxima a la mía. Se dirigía a los prados situados sobre el pueblo llevando una cestita de mimbre cuyo contenido estaba cubierto por un paño de cocina. Suponía que llevaba el almuerzo a alguno de los pastores que cuidaban el ganado. Cuando regresaba, la cesta  se percibía más ligera y en su borde se veían asomar lirios, a veces un ramillete de margaritas, nazarenos quizá lavanda, alguna orquídea o amapola. Comencé a pensar en ella como “la niña de las flores”.

Pasaba alegre y saltarina salvo que viera a alguna persona caminando por el lugar.

La había descubierto a través del cristal del granero que daba al camino.  El hecho de que estuviera polvoriento y con telarañas lo convertía en un lugar de observación muy discreto

Me gustaría hablarle e incluso algún día subir con ella a los pastos y participar en la elaboración del ramito. Se me hacía difícil contactarla pues yo enseguida me ponía colorado y ella parecía tímida. Me haría el encontradizo y la invitaría a jugar con la pandilla, pensando que eso facilitaría el entablar amistad.

Una mañana que parecía más tranquila y no se veía a nadie por ahí, después de armarme de valor me hice el encontradizo.

Le dije: - “Hola, ¿a dónde vas?, ¿vendrás a jugar con nosotros después de comer?, hacemos un columpio junto al río.”

-“No, tengo que ayudar a mi tía. Ahora llevo el almuerzo a mi abuelo que está con el ganado.”

Se alejó a buen paso dejándome ahí plantado, pero ilusionado por haberme atrevido a hablarle. Consideraba que se había abierto una oportunidad.

En varios días no conseguí verla, no sé si había cambiado el horario o quizá su abuelo llevaba el ganado a otro lugar.

En casa procuraban que los chiquillos estuviéramos ocupados, pues eso permitía un cierto control sobre nosotros y el limitar un tanto las posibilidades de que hiciéramos trastadas. Eran tareas inocentes como ir a por agua a la plaza, traer leña o cosas similares.

Seguía pendiente del camino a través del cristal del granero y volví a verla de nuevo. Necesité otros tres días para acumular valor y volver a abordarla.



Por fin encontré  la fuerza y la ocasión y volví a aparecer en el camino en el momento que iba a pasar. Era un día caluroso aunque el sol aún no estaba muy alto. Le dije que iba a subir a los pastos en busca de alguna vara para el pastor de casa. La excusa era un poco tonta porque ellos se buscan sus cayados, pues estando todo el día en el monte saben dónde conseguir los mejores palos. La excusa pareció surtir efecto y comenzamos a caminar silenciosos, vergonzosos.

Por fin se fue abriendo el diálogo hasta convertirse en una conversación animada de temas infantiles, aparentando ser mayores.

Entregó el almuerzo mientras yo buscaba unos avellanos que sabía había por el lugar. Conseguí mi vara con una navaja que escondía con cuidado ya que en casa no les gustaba que tuviéramos ese útil.

En cierto momento del regreso nos adentramos suavemente por una senda en una zona umbría buscando encontrar las flores en ambiente fresco.

Aquella niña delgadita y estilizada pareciera que se hubiera reencontrado con su esencia y hubiera reconquistado al tiempo su medio natural. Avanzaba por la senda riendo y su risa era discreta pero la felicidad iluminaba su cara. Saltando extendía sus brazos y movía sus manos como mariposas juguetonas que acercaba a las hojas y éstas al momento participaban en el juego poniéndose a vibrar como si una brisa misteriosa colaborara moviendo los tallos selectivamente.

Fue recogiendo una florecilla aquí, otra allá, pareciera que el bosque las hacía aparecer colaborando de forma generosa.

La niña paró un momento su marcha y depositó en el suelo la cesta de mimbre; pensando que iba a quitarse alguna prenda debido al tórrido calor del mediodía, paré a unos pasos. Sacó unas bolsitas y me alargó una que resultó ser de cacahuetes dejándome un tanto desconcertado. Balbuceaba que ahora no quería comer aquel alimento que consideraba tan poco apropiado al momento. La actitud divertida pero firme de la niña me indujo a aceptar la bolsita. Aún estaba indeciso si comía alguno para hacer aprecio cuando me percaté de la finalidad; estaba esparciendo los frutos secos como si los sembrara por el musgo, mientras se reía. Me contagió el entusiasmo comprendiendo que era una ofrenda a la Naturaleza.

Me dijo:- “La naturaleza nos limpia, nos transforma. Agradezcamos”. No dijo más. Seguía jovial, luminosa y retornando por la senda volvimos al camino.

La vuelta fue más silenciosa, pero me sentía lleno de admiración por esta niña frágil, con su cintura de junco y sus extremidades de bailarina que me mostró su fuerte conexión con la naturaleza.

La seguí viendo pasar por el camino con su cesta de mimbre una semana más y de pronto dejé de verla.

Me dijeron que había vuelto con sus padres quedándome con la esperanza de reencontrarla en otra ocasión, otro verano. Me quedó el grato recuerdo de la experiencia y la imagen idealizada de la Niña de las flores que nunca olvidaría.

     Álvaro

 La imagen procede de:

https://www.pexels.com/es-es/foto/nina-recogiendo-flores-459051/


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